Fabian
Vinces Salazar
Perder un hijo es
un dolor tan grande que no tiene nombre. Independientemente de las causas, ese
aciago trance ensombrece la vida de quienes lo atraviesan. El orden natural de
las cosas sería que los hijos entierren a los padres. Sin embargo, la vida a veces
tuerce ese orden natural. Peor aún: las más de las veces, los humanos torcemos
ese cauce normal con nuestros actos insensatos. Lo ocurrido la noche del sábado
22 de agosto en una discoteca del distrito limeño de Los Olivos es una clara
muestra de ello.
Mitos
urbanos
La mitología
griega reúne una amplia muestra de las tragedias de la humanidad. Y todas
tienen algo en común: los hombres desafían a los dioses, fantaseándose tan
omnipotentes como aquellos. Ícaro es un claro ejemplo de esto.
En el mito, Dédalo
e Ícaro, buscan la libertad. Padre e hijo han sido atrapados en la isla de
Creta, en un laberinto construido por ellos mismos a pedido del rey Minos. Su
patrón y captor paga, a su vez, una penitencia por incumplir la palabra
empeñada a Poseidón, dios del mar.
Para lograr la
ansiada libertad, Dédalo construye unas alas con plumas y cera de abejas; con
ellas, él y su hijo emprenden vuelo. Antes de partir, el joven es advertido: “no
volarás muy bajo, pues el mar mojará tus alas y no podrás retomar altura;
tampoco volarás muy alto, pues el calor del sol derretirá las alas”. Impetuoso
e insensato, Ícaro desoyó la instrucción paterna y -derretidas sus alas- halló
la muerte en estrepitosa caída contra una isla cercana.
Tal como el mito
de Ícaro, la tragedia de aquella discoteca donde fallecieron 13 personas constituye
una oportunidad para reflexionar acerca de lo que representa la norma.
Recientemente, el
psicólogo social Jorge Yamamoto resumió la dinámica psicosocial peruana en
estos términos: “somos una sociedad en un período de adolescencia
rebelde”. Esta definición
ayudaría a comprender por qué constantemente los límites son cuestionados o
trasgredidos.
La trasgresión se
expresa de múltiples maneras. Desde la evasión tributaria de las empresas (sean
pequeñas o grandes) hasta el acto de pasarse la luz roja del semáforo (como
conductor o peatón), todo implica una suerte de autogol que nos impide avanzar
como sociedad.
Ese autosabotaje a
nivel macrosocial es lo que nos ha llevado a la cultura de la informalidad, a la precariedad laboral y a esa recurrente costumbre de optar por el mal
menor en cada elección. A decir de Yamamoto, todo esto opaca lo bueno que
también forma parte de nuestra impronta nacional: la solidaridad, la
creatividad y la resiliencia. Lamentablemente, frente a las crisis o tragedias
aflora otra vez nuestra inmadurez como sociedad y buscamos culpables en vez de
generar aprendizajes.
La (falaz)
libertad individual
Como los
adolescentes rebeldes, gran parte de la sociedad peruana evidencia una relación
conflictuada con la figura de autoridad: demanda de ella satisfacción de sus necesidades,
pero a la vez la confronta y la rechaza.
Se exigen más
camas UCI, pero se sigue participando de reuniones sociales o familiares. En lo
ocurrido en la discoteca de Los Olivos, se acusa autoritarismo en la policía o
el presidente, pero muchos incurren en la dictadura individual de hacer “lo que
venga en gana”. Todos son culpables, excepto quienes infringieron la norma al
estar en dicho local. Disociar responsabilidad y libertad es un artilugio de
quienes hacen de las circunstancias una excusa para negar las fallas propias.
Como a los
adolescentes, nos toca aprender a aceptar la realidad y renunciar a esa
omnipotencia trasgresora que nos orilla a una repetición de tragedias y dolor.
Como a los padres, corresponde a las autoridades reconocer los errores y
enmendar la plana; esto es, reformular el modo de afrontar el impacto de la
pandemia a nivel sanitario, económico y psicosocial. La estrategia no puede ser
la represión sino la concientización de la población. Hoy más que nunca toca fortalecer el trabajo psicológico
comunitario, tal como
propuso el presidente en su último mensaje por fiestas patrias.
Independientemente
de las acciones de las autoridades, debemos asumir el cambio como una
responsabilidad que parte de lo individual y trasciende en la dinámica social.
De no hacerlo, vendrán nuevas tragedias a engrosar la lista que hoy suma estas
trece muertes a aquellas que tuvieron lugar en otros tiempos y otros
escenarios, pero siempre con la trasgresión como argumento. Si no nos hacemos
cargo de transformar la historia, el desarrollo social que anhelamos seguirá
siendo una frustrante ilusión y los padres seguirán llorando a sus hijos como
resultado de una tanática compulsión a la repetición.
Sobre el autor
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Psicólogo
clínico y terapeuta psicoanalítico con más de 15 años de experiencia clínica en
el ámbito privado e institucional.
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Capacitador
en temáticas de salud mental y facilitador de talleres de desarrollo de
personas y equipos de trabajo.